El diablo no puede agradecer
Por Pilar Almagro
Fyodor Dostoyevsky, en Los Hermanos Karamazov, hace que el diablo diga con pasmosa sencillez: “Mis mejores sentimientos, como el de gratitud, me están expresamente vedados únicamente a causa de mi posición social”, y uno se queda helado.
El diablo no puede agradecer. Claro, la gratitud presupone humildad y reconocimiento de que hay algo fuera de mí que merece ser honrado. Pero un resentido, como el diablo, no agradece: solo destruye.
La línea que separa a la civilización de la barbarie es fina como este papel. Es un logro construir algo, una labor lenta, cuidadosa, y un milagro que sobreviva dada la fragilidad de todas las cosas, sumada a la maldad y a la negligencia de la que los humanos a veces somos capaces.
Una catedral puede llevar siglos levantarla y una vida se forja en años, pero basta un incendio para que todo desaparezca: una bala, un machete. Murray recuerda, en La guerra contra Occidente, que durante el genocidio de Ruanda un médico fue asesinado por una turba tribal. Cuando su cerebro quedó desparramado por la cuneta, uno de los asesinos se rió: “¿Y toda su ciencia? ¿Dónde quedó?”. Años de formación, de compasión, de servicio a los enfermos anulados en un instante, porque no habría sido capaz de curar ni una fractura.
Y aquí está una de las lecciones más duras: que lo frágil no es solo la materia; también lo son la belleza, la justicia, la libertad, nuestra civilización. Todo lo que amamos es efímero, todo puede ser barbarie en un abrir y cerrar de ojos.
¿Qué impulsa este mal? Pues Friedrich Nietzsche dijo: el resentimiento. Esa emoción venenosa. El resentido, cuando dice buscar justicia, busca venganza. Una venganza envuelta en invectivas morales como redistribución, igualdad, justicia social. Lo advertía con espanto: quieren hacer que los felices se avergüencen de su felicidad y que se digan unos a otros: “Es una ignominia ser feliz; hay tanta miseria”.
Y cuando esto sucede, cuando el resentido impone su visión del mundo y culpa a los demás por su desgracia —que en general se debe a sí mismo—, hay que destruir al otro. El resentido necesita sufrimiento ajeno, necesita arrastrar a todos a su vacío. “Alguien tiene que ser culpable de que yo me encuentre mal”, dice. Y ese alguien eres tú.
Y eso es lo que nos pasa hoy. Los resentidos han tomado el poder. Están cambiando instituciones fundamentales y han hecho ley su venganza. Quieren destruir Occidente, desmantelar nuestro Estado de derecho, descomponer la familia, trastornar la economía, carcomer las instituciones, sacrificar la verdad, corromper y corromperse. Todo vale.
Mas Occidente, con todos sus errores, ha sido el mayor logro civilizatorio de la humanidad. Ha elevado la vida humana a una altura jamás soñada, ha prolongado nuestra esperanza de vida, ha multiplicado nuestra libertad, ha reducido la pobreza a niveles que antes parecerían imposibles: del 85 % de pobreza extrema en 1800 al 9 % hoy.
Pero el resentido, como el diablo, no puede agradecer. No puede mirar a su alrededor y ver un mundo que merece ser honrado. No. Tiene que odiarlo, y en especial a sus conciudadanos, a esos capaces de separar el bien del mal cuando él no puede o no quiere.
Quiere arruinar a los que estudian, trabajan, tienen ilusión, crean, a los que les va bien, porque le recuerdan que él no es capaz. Y entonces lo quema todo. Como nos decía mi padre: destruir es muy fácil, lo puede hacer cualquiera; construir es muy difícil.
El diablo no puede agradecer, y el resentido tampoco. Y hoy nos gobierna.
¿Tú lo ves?
